Todo el mundo sabe lo que ocurrió allí. O quizá no.
Se saltaron lo de llamar a la puerta, la derribaron a
patadas y nos sacaron a culetazos de fusil. Recuerdo haber pensado que todos
aquellos cerrojos que mi padre se había esforzado por buscar entre la basura, o
arrancar de las casas de nuestros antiguos vecinos, no habían servido de mucho.
Mi hermano Lev estaba en medio del salón, llorando,
como el vórtice de nuestro particular huracán. Terminó haciéndose pis encima.
Mientras sus pantalones cortos se oscurecían y el
pequeño intentaba lidiar con la vergüenza y el miedo, mis padres cruzaron una
devastadora mirada.
Entonces lo supe. No había marcha atrás. El tren
había descarrilado con nosotros dentro.
Al pasar por el dintel de la puerta un golpe provocó
que la mezuzah saliera volando por
los aires. La cogí al vuelo, escondiéndola en el bolsillo de mi chaqueta y
cerré el puño con fuerza en torno a ella.
Shema Israel. No pensé que nadie estuviera escuchando ni mirándome
en aquel momento. Quizá Él se había quedado dormido, o estaba también retenido
contra su voluntad. Había muchas opciones pero ninguna era buena.
Nos arrastraron, en pleno mes de enero, casi sin
vestir, al Umschlagplatz. Claro que a
esas alturas tampoco es que nos quedara mucha ropa. Sé que fue el dieciocho
porque faltaba un día para mi cumpleaños. En 1943 ninguno nos engañábamos sobre
nuestro destino en el ghetto de
Varsovia.
Padre llevaba
de la mano a Lev. Le levantaba casi en vilo, para que no cayera al suelo y le
obligaran a dejarlo tirado en medio de la calle. Lev no entendía por qué su tate le arrastraba con fuerza, e intentaba
zafarse continuamente de él, hasta que recibió un golpe en la cabeza de uno de los
soldados. Ahí comprendió y cesó en su empeño. Si no llegó a llorar fue por el
tono dulce y suplicante de mi padre pidiéndole que caminara.
Mi madre apretaba contra su pecho a la pequeña
Batia, sostenía su cabecita con fuerza. Yo estaba convencida de que terminaría
ahogándola si la sujetaba de aquella manera; que no harían falta soldados, ni
campos, ni cámaras, para acabar con su vida. También pensé que quizá fuera
mejor así.
Y detrás de ellos, iba yo. Había perdido un zapato
por el camino, una patada en los riñones me había convencido de no agacharme a
recogerlo. Temía clavarme algún cristal o algo peor en el pie, así que corrí a
la pata coja para no perderles de vista, o recibir más golpes.
Me costaba seguirles el ritmo. Por un instante,
estuve a punto de gritar y rogarles que pararan. Podíamos dejar que nos mataran
allí mismo, de esa forma nos ahorraríamos el viaje en un vagón de ganado, la
separación al llegar al Konzentrationslager,
las duchas…
Pero no lo hice. Quizá porque ninguno de mis padres
se volvió ni una vez para asegurarse de que les seguía. Era la mayor, once
años.
Qué pequeña me sentía.
Y sola.
Llegamos al punto de transferencia y nos sumamos a
los que ya estaban dispuestos en columnas, inmóviles.
Pupilas dilatadas, rodillas chocando entre sí,
lloros, suplicas… Murmullo de oraciones. La guerra saca a la superficie quienes
somos, haciendo pedazos quién hemos fingido ser.
Tuve un deja
vú. Como si aquello ya hubiera pasado antes y fuera a seguir pasando siglos
después.
Entonces le vi. Un zumbido ensordeció mis oídos, fue
como aguantar la respiración debajo del agua: dejé de oír, y también, en cierta
forma, de ver a los que me rodeaban. Sólo estaba Él. Inexplicablemente alto, iba
vestido con una túnica de lino amplia y negra, que en sus bajos refulgía como
si hubiera vagado por el mismísimo cielo, arrastrando a su paso polvo de
estrellas.
Sus ojos eran de obsidiana, me miró y se llevó los
dedos a los labios para hacerme permanecer en silencio.
Invisible, se deslizaba entre la gente, apoyando su
mano sobre sus corazones durante unos segundos. Así, hasta tocar a casi todos.
En medio de aquellos centenares de personas, ciegos
a su presencia, empezó a ejecutar una danza de movimientos en lento crescendo
hasta levantar un remolino de polvo y luz blanca a su alrededor.
En el último momento, antes de desaparecer, me miró.
Sonrió con tristeza. Me puso la piel de gallina.
De golpe, volví a recuperar el oído. Vi a un joven
allí donde antes había estado el fantasma. Era Eliezer Geller, diferente al
resto de nosotros. No tenía miedo; o bueno, tal vez sí, pero era un miedo
mezclado con determinación y urgencia.
Se quitó la gorra y la levantó sobre su cabeza. Esa
fue la señal, planeada de antemano: en aquel momento un grupo de rebeldes rompió
filas y comenzaron a luchar contra los soldados.
Salí corriendo sin dirección fija. Parecía moverme a
cámara lenta, no conseguía correr lo suficiente, nunca demasiado lejos. En
lugar de gritos o disparos, oía sólo el latido de mi corazón.
Busqué a mis padres, quizá grité su nombre, no lo recuerdo.
Corrí descalza por la calle Towarowa: encogida, pegada a las paredes, las manos cubriendo mi cabeza, rezando por
esquivar las balas.
Cuando ya no pude respirar entré en un portal y me
dejé caer sobre el frio suelo.
No estaba sola. Allí se habían refugiado más
personas, reconocí a una familia de nuestro edificio, los Fiedler. Por unos
segundos me permití sentir cierto alivio. Pero me equivoqué. Nadie me habló.
Nadie preguntó por mis padres, ni se ofrecieron a ayudarme o llevarme con
ellos.
Pasado un tiempo se atrevieron a salir. Cada vez que
uno de ellos se levantaba, les seguía en silencio con la mirada. No pronuncié
ninguna súplica, esperaba que no hiciera falta.
Al final me quedé sola. Apoyada contra la mugrienta
pared, las rodillas encogidas contra mí pecho, los brazos cruzados para darme
calor. La cara manchada, pálida; asustada, perdida.
Una arcada me quemó la garganta y vomité sobre mis
pies. No había zapatos que manchar.
No volví a llorar nunca así. No tuve oportunidad.
Apareció de la nada. Su rostro refulgía como si
millones de luciérnagas le brillaran bajo la piel. Se arrodilló a mi lado y me
secó las lágrimas con sus dedos, siguiendo el surco de cada una de ellas por
mis mejillas.
De pronto escuché su voz en mi cabeza. Había que
salir de allí.
Le seguí por el ghetto
en silencio, agarrada a un pico de su túnica negra.
Nos cruzamos con personas que corrían aterrorizadas,
como gamos huyendo de un bosque incendiado.
Decenas de cuerpos tirados en cualquier sitio, en
inverosímiles posiciones, abandonados por los vivos.
Las calles olían a caucho, a piel de pollo quemada, mortero
y a orín.
Me condujo de vuelta a mi hogar. Parada ante el
edificio miré hacia arriba, y pensé que estaba frente a un golem hecho de silencio, oscuridad y desesperación.
La lluvia resbalaba por la fachada, imagine que era el
sudor de los que estaban dentro, en sus escondites, conteniendo el aliento.
La puerta de mi casa seguía abierta, rota; había
muebles volcados, decenas de pequeños objetos y fotos por el suelo. Recuerdo
haber pensado cómo habrían llegado a esparcirse todas esas imágenes en blanco y
negro por el suelo de las habitaciones. Quizá las habíamos invocado nosotros,
en un último esfuerzo por traer el pasado a nuestras vidas.
Él estaba detrás de mí, inmóvil, observando.
Recogí todas las prendas de abrigo que encontré desperdigadas
por la casa y las amontoné sobre un colchón que había en el suelo. Repté bajo
la montaña de ropa y me hice un ovillo. El olor de la chaqueta de mi padre me golpeó
el pecho con fiereza y una especie de gemido animal, atávico, se escapó de mi garganta.
Lo último que vi de Él fueron sus pies desnudos. Eran
de alabastro.
Pasé tres meses vagando por las calles, ocupada en
la tarea de morir despacio.
El 19 de Abril prendieron fuego al ghetto.
Mientras, al otro lado del muro, las madres polacas vestían
sus mejores galas y celebraban el domingo de Ramos, y sus hijos montaban en los
caballitos del Carrusel. La música, ensordecedora, no acalló los gritos de los
que se precipitaban desde los tejados de los edificios en llamas.
Tampoco era necesario.
Nadie apartó los ojos. Al contrario, miraron
directamente al infierno, y siguieron con su vida cotidiana.
Mi calle: Nowolipki,
y mi casa, ardieron.
Siete mil almas se perdieron en el único
levantamiento civil de la Segunda Guerra mundial. Otras cuarenta y nueve mil personas
fueron deportadas a los campos más tarde.
Mientras Jürgen Stroop hacia descender el infierno sobre
el ghetto, yo permanecía tumbada en aquel sucio colchón, con la chaqueta de mi
padre puesta, viendo como el fuego devoraba lo que una vez fue mi hogar.
Apareció en el último momento, cuando las llamas me
habían rodeado y quemado ya las pestañas. Las atravesó como si fueran una
cascada de agua. Me envolvió en su capa, me apretó contra su pecho y me tapó
los ojos.
Un instante después estábamos al Otro lado. Nos
esperaban.
Nadie me echo de menos.
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