Tengo una dicotomía con la Navidad. Camino
con una sonrisa bobona por las avenidas mirando las luces que cruzan de lado a
lado las calles, me paro a contemplar los numerosos adornos que cuelgan de los abetos —sobre todo
esos de corte escandinavo—, monto con la ilusión de un niño un poblado navideño
victoriano, y escucho —e incluso canto, aunque no muy afinadamente— villancicos
y canciones de Bing Crosby.
Pero padezco antropofobia. Esto me acarrea un
insalvable conflicto de intereses.
Se supone que la Navidad es un tiempo de
reflexión en el que acercarte y amar a tu prójimo. Lo he intentado durante
varias décadas, lo de amarles digo, y no hay gato más escaldado que yo.
Tropezar años en la misma piedra ha sido suficiente para llevarla incrustada
como estigma en la frente.
En ocasiones me imagino cómo sería entrar en
un centro comercial desierto, con pequeñas luces parpadeantes que se iluminen a
mi paso, un dulzón olor a pastel de manzana y canela, donde resuene Santa Claus Is Comin' To Town y las
tiendas de juguetes estén repletas de osos de peluche y trenes de madera. Lo
reconozco, la imagen puede tornarse escalofriante; como de novela de terror al
más puro estilo Stephen King, donde un papá Noel asesino o zombi se te aparece sosteniendo
en una mano una campana y en la otra un cuchillo goteando sangre.
Pesadillas de navidad a parte, es imposible disfrutar
de los villancicos cuando una horda de niños hiperactivos y ególatras reclaman
con inusitada tiranía todo tipo de juguetes a sus padres. En los excepcionales
casos de no conseguir sus objetivos —algunos de ellos con una visionaria estrategia
bélica— se tiran al suelo y berrean hasta alcanzar su propósito.
La compasión que me inspiran sus padres, en
un primer momento, desaparece rápidamente cuando reconozco que dicha conducta
está permitida y alentada por los mismos.
En esos momentos me visualizo acercándome al
niño —o niña—, en su ataque paroxístico, con un rollo de cinta americana en la
mano. Sobra decir que le amordazaría, le maniataría las manos y le metería en
la parte baja del carrito de compra de sus padres, cual jamón navideño, para
que se lo llevaran inmediatamente de allí. Lo de cortarle en finas rodajas y
comérselo en Nochebuena lo dejo ya a gusto de los familiares. Tengo entendido
que la carne humana es de un sabor similar a la del pollo, puede que eso tumbe ciertos
prejuicios contra la antropofagia.
Otro de los inconvenientes para disfrutar de
la Navidad es que la compra habitual, ya de por sí tediosa y ardua, se
convierte en una guerra de trincheras. Mi última experiencia en este sentido ha
sido claramente perturbadora.
Llevaba ya la mitad de mi compra realizada,
con un mínimo de encontronazos admisible, cuando dejé mi carro discretamente estacionado
a un lado del pasillo mientras iba a por ciertos productos. A mi vuelta
descubrí que el carrito en cuestión había desaparecido. Hasta aquí, normal. La
gente suele empujar con furia los carros que se encuentra a su paso y los
desplaza algunos metros con malsana satisfacción, de forma que sólo tienes que
girarte un poco a uno u otro lado para acabar descubriendo dónde han arrastrado
tu compra.
Sin embargo, esta primera inspección rutinaria
no dio frutos. Me lancé a un segundo reconocimiento del terreno, caminando
arriba y abajo por los pasillos, en busca de mis posesiones, mientras sostenía
en una mano el pan de molde y en la otra
el desodorante, la crema de manos y la de afeitar. Ningún resultado. El corazón
empezó a latirme aceleradamente. Mi compra comprendía varios productos
refrigerados y otros de encargo, como comida para llevar, cuya integridad
podría verse seriamente amenazada.
Por un momento pensé: “Ya está, estoy
sufriendo mi primer episodio de Alzheimer”. Confieso que soy algo
hipocondríaca, nada exagerado, como apreciarán. Aquí debo hacer un pequeño
inciso sobre la hipocondría.
Somos un colectivo marginado, víctimas de las
críticas de médicos y pacientes. Sobre los primeros he de decir que, cuando
acudimos a consulta o a urgencias, nos hacen sentir parte de un oscuro plan
judeo-masónico para hacerles perder su valioso tiempo. Y lo que resulta más chocante es que los
doctores, en lugar de alegrarse por nuestra buena salud se los ve, muy al
contrario, indignados al no hallar
ningún signo de enfermedad “real”. Por lo que a mí respecta salgo de la consulta
con la sensación de que he decepcionado a mi galeno por no padecer un cáncer,
sepsia, o angina de pecho. Vamos, que me dan ganas de tirarme delante del primer
coche que pase para que me lleven de nuevo a la consulta y puedan tratarme de
algo.
Digresiones aparte, intenté centrarme en el
recorrido que había realizado de mi compra y cuando comprobé que lo recordaba a
la perfección descarté el Alzheimer —al menos por el momento—.
De forma que de nuevo volví a patrullar los
pasillos y sus ramales. Esta vez con cara de muy pocos amigos, inspeccionando
el contenido de los carros con los que me cruzaba y enfrentando con mi mirada estilo Chuck Norris, Texas Ranger —ceño
fruncido, ojos entrecerrados— a sus portadores, por si descubría en alguno de
ellos al malhechor que me había hurtado mis pertenencias.
De nuevo: ningún resultado. Aquí que mi mente
analítica me llevo a la obvia deducción de que estaba ante el típico Expediente X. No me considero paranoica,
no mucho al menos, pero reconocerán que si un carro —con toda su carga— se
esfuma delante de tus ojos… como diría mi admirado Sherlock Holmes: “cuando todo aquello que
es posible ha sido eliminado, lo que quede, por muy improbable que
parezca, es la verdad”. La certeza de
que un alienígena ancestral —o moderno— había abierto un agujero de gusano en
el hiperespacio y había arramplado con mi comida me alcanzó de plano cual
epifanía. Tuve una sórdida imagen de pequeños hombrecillos grises poniéndose morados
a costa de mis costillas BBQ y paella con gambas.
Mientras tanto, en mi nervioso patrullar me
había topado varias veces con un carro abandonado. Pocos productos en su
interior, entre los que destacaba una
caja de langostinos que daban de regalo ese día. Mi olfato detectivesco me
llevó a sospechar que el dueño —o dueña— del mismo se había llevado el mío. ¿Confusión
o mala intención?
Un buen Ranger sabe cuando pedir ayuda.
Acudí indignada a una dependienta y le
expliqué mi situación: me han robado el carro, y no tengo ni tan siquiera
cincuenta céntimos para coger otro y volver a empezar. Si estuviéramos en una
película de Almodóvar sonaría de fondo Manolo Escobar. No es para menos.
La chica —que no se parecía en nada a Rossy
de Palma— se ofreció muy amablemente a ayudarme a buscarlo, de forma que, como
en una película de acción, nos dividimos, y mientras ella iba por el pasillo
del fondo yo cubría el principal. Sólo nos faltaban los chalecos azules con las
siglas de FBI y unos walkie-talkie —y quizá Bruce Willis gritando por ahí eso
de “Yippi yippie Hey”—. De nuevo tropecé con el carrito fantasma, abandonado en
una esquina, con los crustáceos ya casi descongelados.
Empecé a temerme lo peor.
Nos juntamos en la sección de frescos sin
resultados positivos. La pobre chica no entendía como nadie iba a sustraerse un
carro con comida que no era suya. Y en ese momento nos llegó una voz:
—¡Señora, señora! —vociferaba aquel
desconocido— ¿Ha perdido un carro?
Primero déjenme decirles que nunca se debe
llamar “señora” a una mujer que no supere los setenta años. Sólo un torpe
cincuentón, ataviado con una cazadora de cuero de los ochenta del siglo pasado,
podría cometer tal falta de tacto. Esto hizo que comenzáramos con muy mal pie y,
por descontado, no contribuyo en nada a calmar mi enfado. Además, ¿perder un carro?
¡Yo no había perdido nada! ¡Me lo habían robado!
La dependienta y yo nos dirigimos veloces
hacia ese individuo, descubriendo con verdadero asombro que sujetaba entre sus
manos mi amado carro. De haber sido agentes de policía, nos habríamos
aproximado con la mano sobre la culata de nuestras armas. En lugar de eso yo
llevaba la lista de la compra y los productos de droguería todavía en las manos.
Bien pensado podría haberle llenado la boca con la espuma de afeitar.
El muy zopenco, en lugar de disculparse por
haberse afanado mi compra por espacio de veinte minutos, empezó a reclamarnos acaloradamente
su carro. La dependienta, atónita, intentó explicarle que el que había sisado mis
alimentos era él, y a la vista estaba la prueba de su delito: mis costillas y paella
a la marinera. El energúmeno —lo sé, estoy siendo suave con los adjetivos, soy
buena persona— no se responsabilizó en ningún momento de su hurto. Es más, dio
a entender, sibilinamente, que la culpa de que hubiera cogido un carro que no
era el suyo era mía.
La posverdad es un hecho en nuestras vidas.
Puede ser que me imaginara metiéndole un
plátano por el más recóndito de sus agujeros negros, pero la realidad es que le
quité de las manos el carrito y como soy toda misericordia le insté entre
gritos y gestos a que buscara en cierto pasillo sus langostinos —a esas
alturas— descongelados.
El mameluco no nos dio ni las gracias, se
marchó a toda prisa —no sé a qué venía tan repentina premura después del tiempo
que llevaba arrastrando un vehículo que no le pertenecía—, resentido, en busca
de su marisco gratis.
Como bien pueden imaginarse, el espíritu navideño
con el que había entrado aquel día, quedó pisoteado. Durante todo el camino de
vuelta estuve preguntándome si habría manoseado mis productos y qué tipo de aberraciones
podría haber llevado a cabo en ellos.
Como he dicho al principio, adoro la Navidad,
aunque sujeta a la restricción de que la vida solo puede estar encarnada por
renos, elfos, papa Noel y figuritas del belén. De estas últimas habría alguna
que otra excepción, los caganer me sobran.